Nuestros errores deberían ser oportunidades para
aprender y construir, no para hundirnos en la culpa.
Hay
momentos en la vida en los que uno hace cosas de las que no se siente
orgulloso. A veces rompemos esas reglas de oro que nos hemos impuesto y,
naturalmente, sentimos que nos hemos defraudado a nosotros mismos: “Soy lo
peor”, “Qué irresponsable soy”. Pero hay una diferencia entre esas dos “autosentencias”
con las que nos azotamos, entre creer que uno es lo peor del mundo y querer
enfrentar las consecuencias de nuestras acciones: la primera pretende que nos
castiguemos y la segunda responde al deseo de resarcir un daño.
A
veces, cuando el guayabo moral me ataca, la cama y la almohada en mi cuarto
parecen un paredón donde cada pensamiento es como un latigazo o una piedra que
me niego a evadir. Cada golpe es más cruel y doloroso que el anterior: “Qué
tonta fui”, “Estúpida”, “Pero cómo pude ser tan imbécil”. Me exijo no
equivocarme y exagero, cada vez con mayor terrorismo, las posibles
consecuencias de ese grandísimo error. Me inflijo dolor. Siento asco y rabia.
Me odio durante varios de los garrotazos mentales que me doy.
Repaso
los pasos de lo que percibo como una tragedia y los “si hubiera hecho esto de
otra forma” resultan bastante efectivos para mi merecida autoflagelación. La
obsesión de haber podido hacer las cosas de una mejor manera invade mi tiempo.
Cada minuto se vuelve más pesado y lento, con la posibilidad de un pasado que
nunca fue y un presente insoportable. El error se torna imperdonable y hasta
monstruoso. Se me olvida ser compasiva, me vuelvo implacable conmigo misma y me
convierto en mi peor enemiga. Entro en un círculo de pensamientos y emociones
que me hacen sentir mal y que no resuelven nada. La culpa, con su soberbia y su
autoridad moral, no para de juzgarme y perseguirme.
Nos
enseñaron a lidiar con los errores por medio del castigo. La lógica es que si
queremos desincentivar nuestros malos comportamientos, tenemos que hacernos
daño cuando la embarramos. Es una fórmula bastante inefectiva, porque no nos da
una visión aterrizada sobre las consecuencias de nuestras acciones sino que nos
dibuja una versión exagerada y sin solución de nuestros problemas, y eso no nos
permite asumirlos con realismo.
Nos
tiramos muy duro y si bien es bueno tener un poco de autocrítica para que no se
nos suban los humos a la cabeza, la culpa en exceso es un camino infructuoso si
el objetivo es superar los momentos difíciles de forma constructiva. Hay que
hacer las paces con nuestra imperfección. Los momentos de crisis son
oportunidades de aprendizaje y es mejor invertir el tiempo y la energía en
reflexionar sobre los errores, en lugar de concentrarnos en lo horribles que
somos. Al final hay que asumir las consecuencias, secarse las lágrimas, pedirle
perdón al que haya que pedirle perdón, dejar el orgullo a un lado, tomar las
acciones que se puedan para mejorar la situación y encoger los hombros mientras
pensamos que, a veces, todos la cagamos.
Columna en cromos digital del día 14 de julio por Matilda Gonzáles Gil.
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